José Cobo en el Castillo de Argüeso

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Parece ser que el pensamiento opera con la ayuda de una serie de conceptos-clave o categorías que funcionan por pares, igual que nuestro doble en el espejo; cada uno posee un contrario, teóricamente “ni más ni menos positivo que aquel”, con el que se complementa[1]. Por otro lado, si consideramos la percepción como la marca de lo que existe (esse est percipi, sentenció Georges Berkeley), lo real estaría constituido por el conjunto de sus dobles, sostiene Clément Rosset: “El doble de lo real es lo único real porque es lo único que se puede percibir; lo real sin doble no es nada”[2]. Es precisamente esta permanente sensación de desdoblamiento la que provoca que las esculturas de José Cobo nos despierten un profundo sentimiento de lo real, pese a que, como cualquier “doble de proximidad” garante de lo real (la fotografía con el reflejo, el sonido con el eco o la pintura con la sombra), sean infieles a su representación, dado que la realidad es esencialmente moviente.

El juego con el doble atraviesa toda la exposición de José Cobo, como la propia disposición de las esculturas, casi siempre de dos en dos (dos escenas, dos figuras, dos monos, dos niños, dos perros, dos materiales). En todas ellas se advierte una duplicidad o confrontación entre dos posiciones complementarias: lo humano y lo animal, civilización y naturaleza, individuo y sociedad, mitología y realidad, diferencia y repetición, fragilidad y protección, superficie y profundidad, orgánico y mecánico, materia y piel. 

Fiel a los procedimientos tradicionales de la escultura, al problema de la forma, José Cobo le añade el valor del sentido. Sus obras, profundamente físicas, son también ideas que se pueden tocar, tal como manifestó Jaume Plensa, proporcionando diversos niveles de lectura, lo que las hace plenamente comprometidas con su presente. La contemporaneidad, según la definición de Agamben, establece una relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a este –y, a la vez, toma su distancia– a través del anacronismo. Ser contemporáneo, a su juicio, es mantener la mirada fija en nuestro tiempo, pero no para percibir sus luces, sino su parte de sombra, su íntima oscuridad, la tiniebla del presente, sin dejar de interpelarla[3]. Las esculturas de José Cobo están atravesadas por el rastro de la historia del arte, ofreciendo una colisión de tiempos que genera no solo una fuerte carga expresiva, sino una honda tensión dialéctica que se extiende a la propia elección de los materiales. No busca el hermetismo, aunque juega con los enigmas. Muestra incertidumbres más que verdades. Propone encuentros con las zonas de no conocimiento, de no saber, relacionadas con la dimensión antropológica del arte y su representación corporal, la comprensión de su propia cultura europea desde la distancia (vivió durante años entre Chicago y Nueva York) y todo un juego de desdoblamientos con alusiones al mito de la caverna platónica (cabe recordar aquí, retomando a Rosset, que si lo real se define por su relación con lo ilusorio y el doble constituye la principal ilusión del espíritu humano, la marca de lo real vendrá dada por la figura del doble).

José Cobo investiga cómo las formas mutan, igual que la propia existencia. Su obra desprende un valioso humanismo que se traduce en un sentimiento de búsqueda e interrogación permanente, invitándonos a cuestionar las apariencias para intentar comprender una realidad múltiple y en perpetuo proceso de transformación, con todas sus contradicciones. A lo largo de las cuatro etapas que ha desarrollado hasta ahora (existencial, social, morfológica y antropológica), su interés por el cuerpo humano –o su espejo animal– en sus distintos estadios evolutivos, su fragilidad o su consistencia, en forma de materia y piel, constituye el centro de su investigación. Pero la escultura es presencia en el espacio, de ahí la constante retroalimentación entre las piezas –que adquieren un carácter instalativo– y la fortificación que en este caso les ha servido de contexto, incidiendo en sus aspectos escenográficos y activando otras lecturas. José Cobo refuerza la inter-acción y el diálogo de las obras con el espacio y entre sí mismas, generando una red de significados y resonancias que posibilita asimismo nuevas vías de acceso a su trabajo.

El inicio del recorrido se abre justamente con una composición doble que absorbe la historia del castillo y uno de las primeras funciones que lleva implícita cualquier fortaleza defensiva: la guerra. Dos tableros nos muestran el comienzo y el final de una batalla, sugiriendo una suerte de danza que recuerda el movimiento dislocado de las ménades o las bacantes y el dramatismo barroco de algunas composiciones de Rubens. Los colores empleados y su propia configuración, similar a los tableros estratégicos, evocan las campañas napoleónicas, cuando la guerra se consideraba un arte. Las figuras luchan o bailan sobre unos zancos que imprimen un carácter volátil a la escena, de modo que la levedad se impone sobre la pesantez de la existencia, lo mismo que Perseo frente la Gorgona.

En el camino de paso a la siguiente estancia, una escultura de bronce de grandes proporciones, fundida en su totalidad por el artista, encarna un hermafrodita sin sexo que no acaba de asentarse en el espacio asignado, de ahí la aparente fragilidad de su equilibrio. Se trata de la primera pieza que José Cobo realizó en Estados Unidos a su llegada al Art Institute de Chicago y resulta toda una declaración de intenciones, pues en su intento de comprender lo humano parece reivindicar la expresión de lo corporal más allá de su adscripción a un género determinado.

Próximos a ella, un hombre y una mujer desnudos salvaguardan su condición vulnerable en un armario que bien pudiera representar nuestra irrenunciable búsqueda de un lugar en el mundo (y una metáfora, a escala reducida, de la escultura como presencia en el espacio). Sin embargo, no es menos cierto que protegidos en un recinto seguro y, al mismo tiempo, aislados e incomunicados, estos personajes ven limitados sus movimientos y su libertad. Estamos ante dos seres ordinarios que constituyen nuestro reflejo. Para enfatizar esta idea, José Cobo decide dotarlos de un mayor realismo -e ilusionismo- a partir de la policromía. La encarnación les aporta verosimilitud, pero de alguna manera obstaculiza también la vida latente que pugna por salir hacia fuera (en este sentido la pintura-piel funciona como la pantalla del armario, señalando la frontera entre el interior y el exterior), quizá porque “nadie puede escapar de ese modelado que hace de cada uno de nosotros un hombre civilizado hic et nunc[4]. Se genera entonces una tensión entre dos fuerzas expresadas en forma de materia (el bronce de superficie rugosa, vibrante, menos definida) y piel (la pintura naturalista aplicada con detalle), dentro y fuera, contenido y apariencia.

A ras del suelo y muy cerca de la necrópolis medieval del castillo, el Tetrático del Purgatorio[5], un políptico formado por un conjunto de relieves policromados en barro cocido que representa las cuatro edades (infancia, juventud, madurez y vejez). Bajo una apariencia clásica, el artista compone una vanitas contemporánea donde la cuestión moral se da cita con el absurdo. Como un relato actualizado de El jardín de las delicias de El Bosco, pero fragmentado en viñetas igual que un cómic o las tablas flamencas, encontramos todo un repertorio de vanidades que subrayan el carácter surreal y tragicómico de la existencia, con guiños a la historia del arte, mitos y estereotipos, objetos de consumo, seres híbridos entre lo humano y lo animal, hombres objetualizados, mujeres maltratadas, sueños, modas, y buenas dosis de violencia y sinrazón. Horror vacui para simbolizar nuestro vacío, mientras la parte trasera muestra un paisaje distorsionado con una vista panorámica de una ciudad contemporánea (Chicago), cuya articulación contradice la disposición cóncava del políptico. José Cobo nos plantea una visión ácida y satírica de la naturaleza en conflicto con la civilización.

Esta idea se refuerza en la instalación que ocupa el piso inmediatamente superior, donde dos enormes patas de perro suspendidas del techo, poderosamente expresivas, invaden el espacio componiendo una dramática señalética. En una de ellas, el escultor confronta la resina con una tabla que, formando una equis, actúa como simbólica tachadura de lo biológico. De telón de fondo, cuatro fotografías de Nueva York nos informan sobre los límites de la propiedad privada, haciendo todavía más explícitas las contradicciones de la sociedad del capitalismo y el consumo, cuyas tecnologías de control y seguridad han acabado minando los espacios de libertad (como el hombre y la mujer confinados en su jaula de cristal), llevando al extremo la deshumanización y la cosificación de todo lo vivo. Las pasiones y los instintos, por tanto, deben canalizarse por una vía de escape alternativa (subterránea en este caso), tal como pone de manifiesto el relieve de un mono –símbolo de nuestra naturaleza animal[6]– corriendo en la tapa de una alcantarilla.

Llegamos al espacio más aristocrático del castillo, subrayado por una gran lámpara y un espejo que nos trasladan a un escenario barroco. Dos retratos, resueltos con humor e inteligencia, presiden la estancia: Monus & Venus A·Gustus. El mono remite a las antiguas hermas, formadas por un busto, un pilar inscrito y un falo (signo distintivo del patriarcado), que llegaron a cosechar un gran éxito entre los patricios romanos con vistas a perpetuar su memoria y la de sus antepasados, mostrar su poder y, de paso, dar rienda suelta a su vanidad (curiosamente, se utilizaban también para marcar los límites de la propiedad). El uso de materiales nobles como el bronce o la piedra en el caso del mono (en realidad es un muñeco de trapo con un hombre atrapado en su interior), contrasta con el carácter orgánico de la cera empleada para modelar a una venus acéfala que apunta directamente a las venus paleolíticas esteatopigias, cuya magia mimética favorecía la fertilidad, de ahí el gran abultamiento de sus mamas.

Los únicos habitantes de la estancia son dos chimpancés frente al espejo. Uno de ellos se apoya sobre las cuatro patas. El otro, más erguido, nos recuerda nuestro cercano parentesco. El mono –equiparado con lo falso y lo ilusorio, símbolo de las bajas pasiones y la atracción por lo material, el lujo y la lujuria[7]–, se transforma así en nuestro doble. Los dos simios nos miran a través del espejo, pero ni siquiera somos capaces de distinguir si estamos ante humanos encerrados en su disfraz de trapo, primates o muñecos. Doble dualidad. El doble por duplicación se une a nuestro doble ilusorio en la pantalla del espejo. El reflejo de un supuesto proceso evolutivo (toda repetición lleva consigo una diferencia que, al final, es lo único que se repite[8]). Por otro lado, el espejo, emblema de la vanidad humana, duplica el espacio y nos incorpora, involucrándonos en el espacio de la representación, al tiempo que la ficción se convierte en nuestro reflejo. De acuerdo con el mito de la caverna de Platón, las ilusiones de los sentidos, sobre todo las ópticas, nos inducen a buscar una realidad sólida bajo las apariencias, pero en el reflejo siempre hay algo que permanece oculto. Lacan afirmaba que la conmoción que produce la imagen especular, umbral del mundo visible, viene precisamente de algo que está en otra parte, un lugar que representa la ausencia en la que nos encontramos: “Ella se apodera de la imagen que la soporta y la imagen especular deviene la del doble con la extrañeza radical que aporta […], haciéndonos aparecer como objeto y revelando la no autonomía del sujeto”[9]. El espejo actúa, por tanto, como espacio de no conocimiento que nos interroga: ¿Qué es ser humano?

En la torre, dos niños saltan al vacío. Los efectos de escorzo y la desproporción entre el torso y las extremidades, acentúan su morfología distorsionada. Todo cambia según el punto de vista. De nuevo, hay algo que escapa a nuestro control, tal vez porque la conceptualización que hacemos del cuerpo proviene de la iconografía que el mundo científico ha consensuado y no de la experiencia. José Cobo nos enseña las metamorfosis del cuerpo en movimiento, la tensión entre lo visible y lo invisible, lo duro y lo blando, la coraza y lo vulnerable, la materia y la piel (las mismas fuerzas que advertíamos en el hombre y la mujer del armario). Su profundo conocimiento de la anatomía le permite cuestionar las convenciones representativas del cuerpo para mostrar qué es lo esencial de lo humano en la forma.

Esa indagación en el no saber presente en toda la obra de José Cobo, se manifiesta de forma especial en sus esculturas de niños. En otra habitación, observamos a uno de ellos, a escala real, sentado en el suelo, concentrado en su actividad y rodeado de una veintena de dibujos que registran, con un grafismo libre, lúdico y espontáneo, su posible conceptualización de la realidad. El suyo es un tiempo de juego, creatividad y experimentación donde todo está por explorar y conocer, estableciendo vínculos constantes con las áreas de no conocimiento. Nos fascina su despreocupación encantadora, ajena a cualquier imposición moral. Tanto la resina de epoxi con la que ha sido modelado como la técnica elegida para dibujar (un esgrafiado sobre pintura blanca dispuesta sobre planchas de aluminio) confieren una apariencia orgánica al conjunto pero, al mismo tiempo, escapan a un control total, igual que el propio niño (pese a que podemos controlar su acción, la falta de acceso al rostro incrementa la distancia). Menos perceptible a un primer golpe de vista, otro niño forma una instalación con la propia arquitectura y el paisaje, apoyando sus manos sobre un cristal protegido por una reja, metáfora de ese recinto de seguridad que solemos crear en torno a la infancia y a nosotros mismos, como la pareja del armario. En la estancia superior, José Cobo vuelve a incorporar los elementos reales del castillo en una ficción escultórica; en este caso, un arcón y una cama con los que compone un espacio doméstico de control y protección artificial en torno a un niño que juega, mientras dos perros velan por su seguridad. Sin embargo, los canes son de juguete y, conforme señaló Freud, la circunstancia de que un objeto sin vida adopte una apariencia muy cercana a la misma o esté en alguna forma animado, favorece la aparición de lo siniestro.

Con todo, si hay algo que puede despertar el sentimiento de lo unheimlich, es la presencia del doble. Xipe-Tótec (Nuestro Señor el Desollado en náhuatl), deidad de la mitología azteca de la fertilidad, encarna esa dualidad. Su figura repetida corona la estancia superior de la otra torre del castillo. A decir verdad, se trata de un sacerdote personificando al dios, tras haberse enfundado la piel de la víctima que acaba de sacrificar. La misma imagen doble se repite dos veces: una en bronce policromado, inspirada en la tradición de la imaginería barroca de la colonización, y otra de barro policromado, donde interpreta la estatuaria mexica, habitualmente de materia volcánica, desde la perspectiva occidental. El tamaño de las figuras aumenta o disminuye en función de su jerarquía (un recurso muy utilizado en el arte medieval y, sobre todo, entre los primitivos flamencos). Por otro lado, José Cobo entronca con toda una tradición iconográfica sobre la piel desollada, tanto clásica (el castigo de Marsias) como cristiana (el martirio de San Bartolomé). Igualmente, el modelo ecorché tuvo una gran fortuna en el estudio científico de la anatomía humana o, al menos, así lo ponen de manifiesto las láminas que ilustraban las publicaciones de Andrés Vesalio o Juan Valverde de Hamusco, y hasta el mismísimo Miguel Ángel parece que se autorretrató en el pellejo que cuelga de la mano del San Bartolomé de su Juicio Final en la Capilla Sixtina. Se da la paradoja también de que el Castillo de Argüeso fue construido sobre la iglesia de San Vicente mártir, que de acuerdo con la mitología católica murió desollado. Al margen de las genealogías, lo cierto es que el escultor ha recurrido al doble desdoblamiento para expresar el conflicto entre individuo y sociedad y, especialmente, entre cultura y barbarie, como antes hiciera con el binomio naturaleza versus civilización. La duplicación de dualidades puede que también sirva al propósito de cuestionar la validez y el sentido del pensamiento binario en un mundo donde deben convivir realidades múltiples.

Cerrando el itinerario, unos perros yacen en el suelo. Sus ojos vacíos producen desasosiego, al poner en evidencia su ausencia de vida. La muerte los ha devuelto a la pura materialidad del cuerpo y al vacío, pues el ser humano solo se asigna un alma trascendente a sí mismo. José Cobo vuelve a llevarnos a un espacio de no conocimiento, de no saber, dejando que el mutismo responda por nuestras palabras, tal como sugirió Agamben. No en vano, añade este autor, el arte de vivir no consiste en otra cosa que en ser capaces de mantenernos en relación armónica con aquello que se nos escapa[10]; algo que, posiblemente, habite entre la materia y la piel.

Marta Mantecón, 2014