Evoluciones

La amplia formación de José Cobo pero, sobre todo, la intensidad y relevancia de sus intereses vitales e intelectuales, se transparentan hace años en sus obras. Desde sus primeras esculturas, de marcado expresionismo, asumió un papel muy relevante la figura humana. Aparecía ésta sometida a deformaciones muy marcadas mediante recursos anatómicos que el artista conoció y dominó muy pronto. A menudo se trataba de verdaderas transformaciones y surgían así hermafroditas, faunos, minotauros y seres demoníacos que poblaban un fertilisimo imaginario, en el que la exaltación de la vida que celebraban aquellos seres, a menudo de un modo sexual muy inmediato,  traía a la memoria el recuerdo de Rodin. En ellas se mostraba la preocupación existencial del artista y también su precoz dominio de las técnicas de modelado y fundición, que aprendió directamente en los talleres madrileños. Cobo partía de una tradición figurativa con su origen en la escultura helenística, que resultaba intempestiva en aquellos años finales de los setenta y que le proporcionó una base muy firme para su obra posterior.
 
En contacto con las culturas americanas especialmente a partir de su primera residencia en Chicago, entre 1983 y 1986, en cuyo Art Institute obtuvo un Master of Fine Arts, desarrolló una obra que representaba a menudo figuras de hombres y mujeres desnudos, como interrogaciones radicales acerca de su propio ser. Eran obras sorprendentes por su inesperado realismo, conseguido por medios técnicos sutiles, no al modo del pop art. De ahí que la crítica norteamericana las relacionara con la tradición de la imaginería española. Para otros se trataba de formas arquetípicas de lo masculino y lo femenino, figuraciones de un Adán y una Eva primigenios. Pero resultaban desconcertantes, quizá también intempestivas para el público estadounidense. En una de sus mejores obras del momento, Hombre y mujer en armario, la presencia de una vitrina cerrada permitía averiguar una de las claves de sus propuestas de entonces, la representación de la incomunicación y el aislamiento; también de la finitud y de la limitación. La pintura que les aplicaba, aunque fueran de aluminio o de bronce, acentuaba el carácter ilusionista de los seres representados pero también indicaba su vulnerabilidad. A veces se valía de animales para dar mayor universalidad a sus preocupaciones. La muerte de su perro, del que había realizado multitud de imágenes en distintas posturas, le llevó a mostrar con sobrecogedora intensidad la interrupción de la vida en sus perros muertos.
 
En una segunda etapa profundizó en la dimensión social de su propio arte, sobre todo a partir de una nueva estancia en el Art Institute de Chicago entre 1993 y 1997, donde estudió historia del arte y crítica con una beca de la Fundación Marcelino Botín y se convirtió en profesor del Departamento de Escultura, uno de los de mayor prestigio del país. Comenzó también a trabajar con la galería Maya Polsky de Chicago, donde ha realizado media docena de exposiciones individuales a partir de 1996. Todo ello contribuyó a estimular los procesos de racionalización de su propia experiencia creadora. Obras como el Altar a la palabra Democracia, que pudo verse en su exposición Mitología y Realidad de la galería Alejandro Sales en Barcelona en 1994 y en Madrid en Arco 94, mostraban un aspecto más conceptual y relacionado con la cultura americana. Otras, como el terrible Sacrificio a Xipe-Totec o el héroe social involuntario, revelaban cómo en ese giro permanecía la voluntad expresiva propia del artista y también se advertía el profundo interés antropológico que dominaría en sus obras posteriores. Se cuestionaba entonces Cobo el papel en la sociedad del artista y ello le llevó a reflexionar en profundidad sobre las bases de su creación, que continuó desarrollando en Nueva York entre 1997 y 2002 y, a continuación, en España.
 
La dimensión antropológica del arte en relación con el lugar del hombre en el mundo le preocupa ahora especialmente. La experiencia vital de sus hijos, uno de ellos obsesionado por el dibujo,  le ha llevado en su última etapa  a plantearse los procesos del aprendizaje, el juego y la creación, que le sorprenden diariamente, y el origen mismo de la experiencia estética.
 
Un conjunto de veinticuatro obras realizadas en acrílico blanco sobre aluminio, mediante el procedimiento del esgrafiado, atestigua la importancia del dibujo en su obra. Con todo, asume también un valor diferente pues tras retirarse en primera instancia la pintura vuelve a resbalar sobre el aluminio y recupera de modo parcial o, a veces, total, de la superficie que inicialmente cubría. Estas obras incorporan así un cierto grado de azar y de juego, que conviene al tipo de representación inspirada en el mundo de la infancia. No hay en ellas otros colores que el blanco de la pintura y el propio de las láminas de aluminio. Pueden agruparse en cuatro secciones de seis obras cada una, relacionadas de algún modo. No son, en sentido  estricto, secuencias de una narración, sino una especie de iluminaciones, cuya fuerza deriva en buena medida del inconsciente. Como en otras obras el artista se vale a menudo del concurso de su hijo Eckart, de cuatro años, al que propone un motivo que éste modifica produciéndose una simbiosis entre las sugerencias del niño y lo que su padre refleja. Algunas, como la que representa a un Bebé en una bañera, son modelos para esculturas, que el artista desarrolla luego en amplias dimensiones.
 
Así, en la titulada de aquel modo, el niño flota en el agua boca abajo en actitud tranquila. Un goteo isócrono indica un medio natural pero también hay una sensación como de laboratorio. Se representa así la crianza determinada por un control ejercido en un medio artificial que regula las necesidades biológicas. Por otra parte, la figura está realizada en resina de epoxi, pero la bañera es un elemento real, lo mismo que el agua, medio por excelencia en el que se desarrolla la vida. Además, la figura del niño se mueve levemente a resultas de la caída del agua y el sonido se incorpora de modo decisivo a la obra. El artista se interesa en la investigación de un dominio ambiguo, que implique una disolución de los límites entre lo real y lo figurado, contraviniendo  el estatuto separado de la obra de arte.
 
   A veces presenta elementos repetidos, lo que sugiere un cierto control del artista, pero sin embargo la libertad del grafismo revela la frescura de la invención.  El artista abordó ya en 2005 obras en las que aparecen niños de cuatro o menos años. Algunas pudieron verse en la sala Robayera de Miengo y se expusieron luego en la galería Maya Polsky bajo el título Still life of dies with a child.  La perplejidad del niño ante las matrices de formas repetidas dispuestas en el suelo es uno de los mejores hallazgos plásticos del artista. La serie Revoluciones tempranas en una habitación, de ese mismo año, le sirvió para experimentar en el espacio las distintas posiciones de un niño. En la muestra que tituló Triangulación celebrada en la galería Arnes+Röpke de Madrid, aparecían representaciones de niños con teléfonos celulares dispuestos en el suelo, una de las paredes y el techo. En ambos casos por un lado se trataba de obras de aspecto marcadamente realista dada la definición precisa y minuciosa de las figuras. Pero por otra parte su colocación no lo era, y resultaba un espacio configurado de una manera virtual.
 
El Niño que camina está relacionado con la serie de las matrices. Parte de unos dibujos que pintó su hijo mayor, Paco, a los cinco años, sobre sus propias zapatillas. En una representó sumariamente un rostro que sonríe y en la otra uno con expresión triste. A su padre le sugirieron las máscaras griegas que representaban la Comedia y la Tragedia. La actitud de avanzar con cuidado en la que representó al niño, desnudo, a salvo precisamente de esas zapatillas, hace ver cómo la casualidad de un paso puede llevar implícita una alegre felicidad o su contrario, una angustiosa tragedia, cómo en un instante el azar lleva de una a la otra y de qué modo se genera así, el temor a un paso en falso, expresión que aparece en todas las lenguas. Es una de las obras más contundentes que ha realizado el escultor, y su coloración nos recuerda las plásticas antiguas, en las que a menudo se representaba a las figuras con un paso adelantado, según una significación ritual, tanto en Egipto como en la Grecia arcaica. También recuerda motivos característicos de formación, como Hércules en la encrucijada. Pero aquí no se persigue la repetición del rito, que asegura la deseada e inalterable significación simbólica, ni tampoco un valor didascálico y moralizante. Se advierte, en cambio, el carácter precario e imprevisible de la vida en el lugar en el que más vulnerable aparece, la infancia. A la impresión de esa vulnerabilidad contribuye el color carne con que ha pintado la figura, y también el modo de mirarse los pies mientras calibra el paso, como si tuviera la conciencia del peso de ese azar.
 
En cambio, Niño saltando evoca la alegría y la libertad del puro ejercicio físico sin objeto, característicos de la niñez. Pero la figura aparece entre dos colchones dispuestos en el techo y en el suelo, que delimitan un espacio de protección, el que quisieran los padres para el crecimiento de su hijo, y en el que pudiera experimentar la libertad del salto sin temor a los accidentes.  Como en el caso de Bebé en una bañera hay un espacio mixto entre la naturaleza y lo artificial. El artista presentó un primer Niño saltando en su reciente exposición Dibujos y saltos en la galería Ferrán Cano de Palma de Mallorca. En la variante que presenta en Vértice el niño aparece vestido con una camisa, que el artista ha representado sobre un elemento real, lo que le hace resultar más verosímil. Utiliza, así, de un modo funcional,  los diferentes recursos de que hoy dispone un escultor. A diferencia de la mayoría, se vale en mayor medida del modelado, pero no persigue un virtuosismo anatómico, de modo que a la hora de afrontar los pliegues los resuelve de ese modo más directo.  Los colchones son, por su parte, vaciados de elementos reales.
 
En la serie que ha preparado sobre la Evolución parece como si el artista hubiera extendido la reflexión acerca del crecimiento en el hombre como individuo a una preocupación mucho más amplia que contempla el proceso evolutivo del hombre en cuanto especie. Así, ha planeado varias series en las que dispone secuencias de figuras de igual forma pero diferente tamaño, que indican diferentes aspectos de la evolución de la especie. La primera de ellas, única realizada hasta la fecha, es la Evolución en relación al tamaño del cerebro. En ella la altura de las figuras que representan al Australopithecus, el Homo habilis, el Homo erectus, el Homo neanderthalensis y el Homo sapiens sapiens,  está en proporción directa con el volumen de su cerebro. Se advierte así cómo la evolución no es en este caso una progresión, pues los Neandertales tenían una mayor encefalización que el hombre actual, y por eso les representa de mayor tamaño.
 
Otras evoluciones que el artista ha pensado son las que escalonan esos diferentes homínidos en función de la estatura, como la característica representación darwiniana, del tiempo de existencia sobre la Tierra, del volumen de su población, o de la extensión del territorio en el que vivieron. Todo ello muestra cómo este proceso de hominización puede presentarse de modos muy distintos y cómo, en cierta manera, el concepto mismo de progreso aparece como algo relativo. El escultor está lejos del concepto mecanicista que incluía una finalidad. No hay un objetivo concreto y aparece una cierta abstracción en  la secuencia formada por estas cinco figuras todas iguales, gracias a la digitalización, que las reproduce en porexpan y poliuretano y pinta de color blanco.
 
El artista ya había pintado de color las representaciones de hombres que realizó a partir de su primera estancia en Norteamérica, en 1983. En aquel caso, además, la pintura aparecía de modo inhabitual sobre superficies metálicas como el aluminio y luego el bronce y con una significación de marcado y extemporáneo realismo. Ahora, sin embargo, el color blanco está relacionado con lo virtual, como en las obras que representan niños. La postura recuerda, según comenta el artista, la de los gráficos darvinianos, pero el mantenimiento de esa postura cabizbaja, con los brazos caídos, para la representación del hombre actual parece mostrar una significación melancólica. Para él cuenta mucho la colocación de las figuras. El espectador las percibe de espaldas empezando por el homínido más antiguo, el Australopitecus, de modo que rehace, en su recorrido, la propia evolución que propone el artista, hasta llegar a la altura de la primera figura, la que representa al Homo sapiens sapiens. Este procedimiento involucra espacialmente al espectador, como ya había hecho en la Triangulación, y le sume en una secuencia temporal muy eficaz para introducirle en la obra. En realidad recuerda al que ya utilizó el artista en Playful steps, su reciente exposición en la galería Alejandro Sales de Barcelona, en el otoño del año pasado. Allí el artista colocaba en hileras de tres elementos sus Niños con teléfono y sus Piernas de payaso. También aparecían en sucesión sus Cabezas de mono de trapo y las siluetas negras de figuras sobre balancines que, a manera de patrones, llenaban sus dibujos acrílicos sobre papel.
 
Es muy sintomática la figura del Niño dibujando, que presentó en su anterior exposición, titulada Dibujos y saltos en la galería Ferrán Cano de Palma de Mallorca en este mismo 2008. El modelo es otra vez Eckart y los dibujos son los que hace el propio niño, a gatas  sobre el suelo, que va conociendo el espacio y las cosas mediante las representaciones que le permiten en cierto modo asimilarlas y hacerlas propias. Hay en ella una sensación de celeridad, de descubrimiento repentino y continuado que mantiene al niño en una actitud de tensión extrema, absorbido por completo en su tarea. Es muy elocuente el contraste entre la concentración extrema del niño en la plenitud feliz de su tarea creativa y la desnuda aridez del espacio, para el que fue diseñada la obra, que le rodea, según reflejan las fotografías de la instalación en la galería mallorquina.
 
Para su exposición en octubre de 2008 en la galería Vértice el artista ha preparado, a raíz de una nueva incursión de su hijo en el estudio y pensando en el espacio central de la galería, cubierto con una pirámide de cristal,  una variante de aquella escultura, el Niño haciendo aviones de papel,  en la que el niño comprende quizá por vez primera la condición del vuelo y del espacio en el que se realiza. Esa aura de asimilación de una realidad no imaginada estaba ya en las obras de Triangulación, las representaciones de niños con teléfonos celulares que descubrían esa nueva realidad virtual pero muy física al tiempo. Quizá la colocación en una pared y en el techo de la sala de dos de esas obras expresara la primera de estas características y, al tiempo, la sorpresa que producen en el espectador es un trasunto de la que el mismo niño parece experimentar.
 
Como en sus obras anteriores en éstas José Cobo no busca mostrar una visión crítica del mundo sino una presentación de algunas cuestiones desde otro ángulo distinto que contribuye a enriquecer inesperadamente nuestra perspectiva sobre el hecho humano. Al recordar las tres décadas de su trayectoria se da uno cuenta de la continuidad de su creación, que ha evolucionado de un modo armónico e integrado nuevos conocimientos y vivencias que sus distintas experiencias vitales le han aportado. Por eso no extraña que la serie sobre la Evolución, tan acorde  con sus intereses antropológicos, surja precisamente ahora. Por otra parte, al cumplir los cincuenta años, vuelve de otro modo sobre las obsesiones de la infancia y acierta a interpretar, en un giro de su obra, una nueva perspectiva de comprensión de la niñez. Ella le da al artista  la posibilidad de una renovación cargada de profundo sentido.
 
Javier Barón
 
Jefe del Departamento de Pintura del Siglo XIX del Museo del Prado.
Agosto, 2008