Una alegoría de la luz
Luz, más luz - J.W. von Goethe

La raíz proto-indoeuropea *leuk - (luz, esplendor) nos lleva directamente a la palabra griega leukós, blanco, por un lado, y a las latinas lux y lumen, también luz, por otro. Leukós además significa brillante, reluciente o claro, entre otras acepciones.

Picture by Santi Sagredo
La raíz *bhel, la encontramos en el verbo griego flego, inflamar, encender, quemar, y asimismo alumbrar, brillar, resplandecer, y también en el verbo latino flagro, arder, palabras todas estas que revelan un mismo origen fonético onomatopéyico, al encontrarse precedidas por el sonido fricativo de la f, como cuando soplamos aire. El adjetivo flagrante indica, pues, algo claro, muy evidente y brillante, como flamma, llama. Y en otra variante con alargamiento, *blank- , significa también brillante, blanco (Edward A. Roberts, Bárbara Pastor, 1996).
Asimismo, la palabra griega histós, tejido, tela, se corresponde de un modo únicamente significativo, no fonético ni morfológico, con la latina pellis, piel.
De este modo, pues, combinando abiertamente palabras y significados, el artista, pleno de audacia, nos ofrece aquí, haciendo ejercicio de su total libertad poética, una imagen muy sugestiva, “El tejido de la luz”, es decir, un tejido muy especial, refulgente, de un blanco brillante y una hermosura inaudita e indescriptible. Un tejido que, tal como lo imagina, nos muestra una estructura continua, cuyas fibras están hechas de invisibles hileras transparentes, en hiladas entretejidas cristalinas, dotadas de un brillo flagrante, que se enciende y quema.
La piel y el tejido son algo material, y la luz, sin embargo, no tiene masa, siendo, pues, inasible e intocable, de manera que tanto la imagen que ha elegido el artista, como la que me permito añadir yo, “La piel de la luz”, se convierten en única metáfora, por la que aquello que es materia orgánica o no, la piel o el tejido, sea este de la naturaleza que sea, se ven transportados a un nuevo estado casi inmaterial, metafísico.
Ahora bien, sea histós, tejido, acepción más genérica, sea pellis, piel, término que designa tejido orgánico, ¿dónde se encuentra, pues, la luz? ¿Qué es en realidad la luz? Entiendo que la luz es principio y final, germen y también razón última que justifica el espacio, es decir, es el espacio mismo, que envuelve los objetos y les confiere su volumen tridimensional y su tamaño, además de marcar las diferentes distancias que hay entre ellos. En un mundo sin luz no existirían. Los versículos tercero y cuarto del Génesis nos dicen que Dios creó la luz y la consecuente separación del día y la noche, de la luz y la oscuridad. No hubiera podido ser de otra manera, puesto que Dios es en sí mismo Luz Creadora, energía sin principio ni fin. Las cosas como las entendemos no serían. Los objetos no formarían parte de ese tejido del que nos habla el artista. Ni volumen, ni piel, ni calidades superficiales, esas que llamamos texturas, ni tampoco los colores, que se explican por la propia descomposición, a través de un prisma, de la luz blanca en muy diferentes longitudes de ondas. La luz es esa forma de energía, en fin, que, al iluminar la superficie de las cosas, con sus oquedades, pliegues y arrugas, nos permite verlas y en consecuencia tocarlas, y al incidir sobre sus volúmenes con mayor o menor intensidad provoca también las sombras, y a éstas ser más o menos definidas, sombra y penumbra.
Es la luz la que nos toca a nosotros y nos confiere nuestra entidad material, física y real. Vemos la luz en la medida en que ilumina las cosas. Vemos la luz en la medida en que ilumina nuestras vidas.
Con esta razón de ser, pues, se establece la propia entidad de las obras de José Cobo, en tanto que elementos diferentes que se relacionan en el espacio que comparten (Gabriel Rodríguez, 2016), siendo este el que les da sentido, les da vida, les obliga a relacionarse y a reconocerse como miembros de una misma familia, hijos de diferentes edades, venidos al mundo desde una misma y única autoría o paternidad.
Es el fragor de la luz, pues, el que ilumina el espacio y da sentido envolvente a toda la instalación. Las esculturas dialogan entre sí y nos interpelan a nosotros, visitantes contempladores de las mismas, y en tanto que cuerpos animados y pensantes, que oscilamos entre ellas, creamos sombras en movimiento, que a su vez nos aportan a nosotros, queramos o no, otro tipo de sombras mentales, resultado de nuestras propias especulaciones, preguntas y dudas.
Todo es el fragor de la luz.
En la palabra ambigüedad, del latín ambiguitas, y el adjetivo ambiguo ambiguus, encontramos de nuevo el prefijo ambi + ago, cuyo origen indoeuropeo *ambhi- lo comparte asimismo con el prefijo griego amfi, significando la dualidad, el dos, el uno y otro lado, el ambos, el ‘alrededor de’. Y asociado a esta ambigüedad se encuentra la expresión griega amfilyke, entre dos luces, la aurora y el crepúsculo, así como también la indeterminación de la penumbra, la casi sombra. Luz, sombra, penumbra, ambigüedad, indeterminación, esculturas, presencia humana, movimiento, proyección..., todo conforma el tejido de la luz.
La luz es pretexto de la sombra, dice Luis Cernuda, y este aserto del poeta, que parece querer justificar a la luz misma como excusa de la sombra, no podemos invertirlo, no es recíproco, puesto que la sombra no existiría si no se interpone un cuerpo o volumen en la acción de la propia luz. Sólo la absoluta oscuridad justifica a la luz, y esta, la luz, al mismo tiempo que significa, es significado y referente. La luz es el propio espacio y la sombra invoca a la luz.
El espacio de la Capilla de la Trinidad (1676) acoge la instalación de José Cobo, de la que venimos hablando hasta aquí de una manera tan general y formal, pero asimismo tan necesaria a la vez. Es el espacio de una magnífica capilla barroca de una sola nave, conformada en dos tramos bajo dos bóvedas diferenciadas constructivamente. Un escenario perfecto para un artista de sentimiento también barroco, cuyas obras, escultura, relieves y proyección, se interrelacionan de forma dinámica, plenas de tensiones y dotadas de una enorme expresividad dramática. Un magnífico escenario para un artista que posee una sensibilidad muy acusada para llevar a cabo escenografías dotadas de una gran carga simbólica y alegórica. En su interior el artista dispone los elementos conforme a un plan marcado previamente. El visitante que los contempla se mueve en sus alrededores (anfi-) y en los alrededores del conjunto. Si pudiéramos ver el tejido de la luz en secuencia temporal, veríamos toda una gama de cristalinos y brillantes blancos, unos transparentes, otros menos, muchos opacos, además de muy diversas líneas e hiladas interrumpidas por elementos de color gris y negro, los volúmenes, pliegues y sombras, en una gradación muy amplia de tonalidades, así como una extensa gama de muy diversos colores, y todas ellas entretejidas de abundantes puntos, nosotros en movimiento, que salpican esa piel de la luz por todas partes. Su visión nos revelaría de forma abstracta todo lo que existe y se mueve en ese espacio. Nos daría cuenta tanto de su “sustancia” como imagen de algo inmaterial, fiel representación de una metáfora, esa en la que el artista desea implicarnos, El tejido de la luz, como también nos podría ofrecer una apariencia de figuración epitelial de su materialización o encarnación, en forma de tapiz, que a mí me gusta denominar la piel de la luz. Las dos visiones, de naturaleza muy ambigua, se mueven entre lo posible presencial y lo aparente, conformando ambas, pues, una suerte de ordenaciones estructurales equivalentes.
El artista, en un gesto de gran inteligencia poética, ha aportado también al espacio muy oscuro de la capilla de la Trinidad del Museo Barjola, ámbito desprovisto de vanos a excepción de la gran puerta de la calle, ahora cerrada, una proyección de brillante luminosidad, que denomina Vidriera cinética, colocada en lo alto sobre el paño de pared lateral más amplio posible. El título nos desvela la intención de su funcionalidad, vano imaginado de luz que ilumina el interior del espacio, vitral en alto, amplio en su verticalidad, y que en tanto que breve proyección animada, en bucle, nos muestra un paseo de sus dos hijos y su perro en la playa en una mañana muy luminosa, poco después de la hora de la poesía, el alba, el amanecer (Theodor Kallifatides, 2019). Ventanal pleno de esencias personales que, además de iluminarnos con la placidez y alegría de sus tres protagonistas, nos habla de un nuevo sentido del tejido de la luz, por el que, en palabras del propio artista, podemos apreciar los números que como una textura o tejido forman la superficie de la proyección codificando las diferentes luminosidades de los colores del video a medida que este evoluciona.
Existe, finalmente, otro elemento en este espacio de luz y sombras, quizá, al menos para mí, el más significativo y por ello el más señalado de la instalación, merecedor de ser destacado en último término: la figura pendiente de Hermafrodita. El más señalado no sólo por pender desde la bóveda hasta la altura de nuestras cabezas, sino por iluminarnos a todos con su deslumbrante y ejemplar belleza significativa, mitológica, cual luminaria simbólica de su “verdad” dual, su ambivalente sexualidad, su indeterminación y ambigüedad. Hermafrodita, hijo del amor entre Hermes y Afrodita, expulsado por su propia madre de su regazo cuando niño, víctima de la náyade Salmacis cuando joven, quien ruega a los dioses que no se separe de su abrazo nunca, cuerpo con cuerpo, sexo con sexo. Es la misma luz que ilumina el mundo y da sentido al espacio. Es el ardor flagrante del amor que lo dio a luz, inseparable de la pasión ninfea que lo abrazó para siempre llevándolo al fondo del lago y reuniendo en un solo cuerpo todos los atributos masculinos y femeninos. Es lo completo y a la vez lo indeterminado, lo ambiguo, tan cercano como también alejado de sí mismo y del otro. Es frustración, insatisfacción, decepción, desilusión y tristeza, resultado de un irrefrenable deseo ninfomaníaco y víctima de la auto inculpación materna. Lo alumbró la luz, el amor, y lo oscureció la pasión, arrastrándolo al fondo de las aguas. De él nos queda una súplica a los dioses, pero ningún hecho destacable o hazaña, sólo imágenes de su fortuna y desgracia, desde algunas idealizadas esculturas de época helenística y posteriores copias romanas hasta esta misma que, pendiente en el aire, nos ilumina e interroga con su descarnada desnudez, cuerpo de luz, semblante en sombra.
Aunque a veces
Pesa la luz, la soledad.
Luis Cernuda
Luis Cernuda
Fernando Zamanillo Peral, Agosto de 2023
Picture by Marcos Morilla
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